Se
marcha ya, entre sombras, esta larga Semana Santa y son tantas las cosas que
quisiera quemar: los costaleros subnormales inyectados de esteroides, los
tambores que llaman a la muerte, la del mago García Márquez, ese olor a
incienso, perenne, que te aleja de tu olor humano, inmundo y humano, y mortal,
como las llamas de los cirios alumbrando tan solo oscuridad o esa lluvia de
cristales que no cesa, sotanas sin alas
revoloteando en la noche como avispas y la masa obnubilada por tan sutiles
espejismos, la ropa de domingo cada tarde, los muñequitos enjoyados, la calle
abarrotada, y tú en medio, como una cárcel de ciegas esperanzas, los niños del
botafumeiro, alzando el humo al cielo, los de la bola de cera y capirote , bien
encerados por la pátina eclesial, la sangre en las manos de los tamborileros,
la fiesta, el jolgorio, de todos menos del muerto, y el silencio inmenso, esa
terrible estridencia. Son tantas las cosas que quisiera quemar que se me
chamusca el corazón tan sólo de pensarlo.
Se
marcha ya, entre sombras, esta larga Semana Santa y de nuevo amanecerá la luz
de la ilustración. ¡Mejor estar atento al alumbramiento del asombro que perder
el tiempo prendiendo hogueras! Estar atento, esperar. Esperar el parto
milagroso y eterno de las mariposas amarillas, el deshielo de la sangre, el
manantial incesante que mana en los ojos de los niños, el despertar de los
sentidos, el hambre placentera, ese pálpito antes inconfesable de la hembra, la
carne erizada a flor de piel, la llamarada de sonrisas que nos marcan las
estrellas, la incógnita y su desvelo, el mágico desciframiento del misterio, la
luz regalándonos los ojos (regalo que perdemos si dejamos de creer). ¿De qué
sirve odiar, quemarte las manos y la mente y hasta el corazón prendiendo
hogueras? Lo mágico, lo extraordinario, ocurre a cada instante y la ceguera del
odio nos impide verlo. La ira nos ciega, nos vuelve huraños, nos convierte en
erizos espalda contra espalda, luchando por tan exigua madriguera, palacios de
mísera tristeza. ¿Qué sentido tiene? Cuando el mundo abre sus alas amarillas
como una liviana mariposa cada día, frente a nosotros.
Pronto
los tamborileros de la alegría se impondrán. Ayer sonaba la flauta del tamboril
en mi calle. El sol ya restalla en los cristales y las terrazas erupcionan su
volcán de insectos. Pero la luz también puede cegarnos si mantenemos fija la
mirada demasiado tiempo. Somos insectos vapuleados por el viento, por la
corriente que más tira, con más fuerza o mejor maña. En tan sólo semanas
tomarán las calles los caballos y las mariposas revolotearán alrededor de sus
boñigas. Un arcoíris de color eclosionará en nuestra retina, renacerá la vida,
volverá el maravilloso espectáculo de la existencia. Mujeres convertidas en
claveles nos regalarán su aroma y los hombres querrán ser todos señoritos
elegidos bajo el calor de los sueños más primaverales. Se impondrán las ganas
de aventuras, la de recorrer caminos en romería, de abrazar el árbol antes de
que ellos vengan a decirnos que sobre ese tronco tuvo lugar la aparición y nos traigan
a otra Virgen y luego el Cristo y finalmente la crucifixión, el instrumento de
tortura, el temor.
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