“Encuentran el cadáver de una chica de 16
años muerta por sobredosis”, rezaba el titular del
artículo que acababa de escribir. Al día siguiente lo leerían los ciudadanos en
la edición de papel y, posiblemente pensarían: “Una más de tantos jóvenes sin salida ni preparación que cae en el
camino”. Y no se equivocarían. Lucía nunca fue buena estudiante, ella
quería ser artista. Cantante para ser exactos, como su adorada Pink. Por eso
llevaba piercings. Dos tan sólo por
ahora, uno en el ombligo oculto a las miradas paternas y otro, tras larga y
victoriosa batalla, en la nariz. También vestía con el mismo aire de
provocación de su ídolo, camiseta sin mangas, faldas cortísimas y maquillaje punk. Todo de marca. Imprescindible. Porque a Lucía le gustaban las cosas
buenas y con clara apariencia de ser muy caras. Había sido educada en la
ostentación. Marcelo, su padre, un avispado vendedor de maquinaria para la
construcción, ganó mucho dinero en los años del boom inmobiliario y concedía a sus hijos todos los caprichos,
instándoles además a mostrar sin pudor sus posesiones como muestra evidente de
la bonanza familiar. Él y su mujer hacían lo mismo, fardando ante amigos y
conocidos de la sagacidad del marido en los negocios. Vivían al día, entrando
en la caja tanto como salía, y convencidos de que nunca dejaría de manar su
cuerno de abundancia. Pero llegó la crisis, el mercado inmobiliario se hundió y
quebraron muchas constructoras que dejaron de pagar a sus proveedores. Marcelo
dejó de sonreír y, en menos de un año, engrosó las listas del paro. Incluso su
liquidación de contrato fue miserable tras la nueva reforma laboral.
Como pueden suponer, una chica rebelde como aquella
Lucía de 14 años no se iba a resignar a la nueva situación, acostumbrada como
ya estaba a la buena vida. Con su padre siempre de viaje, su madre liberal y
los bolsillos llenos hacía siempre lo que le venía en gana. Aquellos fines de
semana sin horario de llegada a casa, recorriendo discotecas y afterhours en los que se inició en el
alcohol, las distintas drogas y el morbo sexual con chicos y chicas eran su
rutina. A los 9 años besó a Hugo y a los 13 a su amiga Raquel. A los 14 ya
había follado con ambos géneros. Y ahora, de repente, le habían cortado las
alas y la obligaban a renunciar a todo. Ya no habría juergas nocturnas en las
que la cocaína y los éxtasis fluyeran como ríos, o peor aún, las habría, pero
con ella fuera de juego, sin poder provocar la envidia acostumbrada, con las
botas raídas de antiguas temporadas y a expensas de que otros la quisiesen
invitar al botellón. “Me han dejado sin
nada y yo también lo quiero todo”, se decía al ver en televisión las
pancartas que portaban los jóvenes en las manifestaciones del 15M. Sin embargo,
ella no estaba dispuesta a ser un perroflauta.
No, ella tenía clase, pensaba, y hallaría una solución para conseguir dinero
fácil.
Fue Ivan, su antiguo camello, quien le
concedió una inmejorable oportunidad. Él tenía clientes distinguidos y con gran
poder adquisitivo a los que les molaban las jovencitas. Viejos viciosos
dispuestos a pagar una buena cantidad a cambio de su sabroso coño. No iba a ser
la primera vez que lo hacía con un señor mayor, el dueño de una discoteca y el
portero negro de otra ya habían caído en sus redes de mujer fatal, de modo que
a sus 15 años ya estaba preparada para la amargura de cualquier trago, pensó.
Deseaba con ahínco un móvil de última generación y cambiar, por fin, su
vestuario, cosas que tuviesen un verdadero valor según sus convicciones, tan
alejadas de la moral estúpida de los otros. Aceptó la propuesta. Iván se
llevaría su comisión y a ella le pagarían en efectivo y en seductoras posturas
de drogas. Durante un año fue la muñeca sexual más morbosa de la ciudad, sin
que sus padres extrañasen sus nuevos abalorios, ni las ojeras de abismo
dibujadas en su rostro. La heroína se fue convirtiendo, poco a poco, en una
aliada para poder seguir comiendo pollas decrépitas sin vomitar. Se alejó cada
vez más de los amigos y, a veces, perdía la noción de su propia existencia. Ya ni
recordaba aquellos tiempos de instituto, tan sólo un año atrás. Ya ni tan
siquiera escuchaba las nuevas canciones de esa extraña llamada Pink.
En la madrugada de ayer una persona encontró su cadáver dentro de un
contenedor de basura en un barrio residencial. Todavía colgaba la jeringuilla de su
brazo, frío como la escarcha. Estaba desnuda y el rictus de su rostro denotaba
una profunda tristeza. “Yo buscaba comida
en el contenedor para mis hijos cuando la encontré, ¿sabe usted? La mayor tendrá su edad”, confesó
entre sollozos a la policía, y señalando hacia aquel cuerpo profanado, el autor
de tan macabro hallazgo.
Del libro: "Historias de la puta crisis"
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