Puede parecer
una tontería. Sin embargo, hazlo. Hoy mismo. Sin dilación. Párate en mitad de
la vía y alza la mirada. Observa ese azul inmenso que te contempla.
Comprenderás lo pequeño que es el hombre y, a la vez, qué grande, porque es el
único ser capaz de comprenderlo. Pero no, no lo hacemos. Caminamos por el mundo
a toda ostia, pisando el acelerador de esa potente moto que imaginariamente
solemos llevar entre las piernas. Siempre con la mirada fija en el asfalto, más
allá del arcén ya todo en negro, con la adrenalina bombeando ante la ansiedad
adictiva de las curvas y el campo de visión reducido a la diana. Sólo el
objetivo nos importa. Competir y ganar. Aferrarse a la victoria, al vil metal,
a la calavera de los muertos que ciegos nos siguen. Sólo el dinero importa, y
el poder. Ser la casta de más alta alcurnia. Y ni vemos las flores que pisamos
en ese trayecto de locura y ambición. ¿Somos capaces de comprender el cosmos y
pasamos de saber que es en el estiércol donde nace el manantial de la belleza
de las flores?
Nos
autoengañamos. Nos autoengañamos constantemente. Nos pensamos únicos cada uno
en su faceta. El cachas dándose la paliza en el gimnasio y alimentándose de
esteroides para ser único en su selfies
del facebook. La poetisa obesa cantando
odas al amor y al sexo desde la eterna soledad de su hogar. El gran ejecutivo
pisando y machacando todo cuello que se le ponga por delante, excepto el de los
jefes, claro está, a quienes suele ponerles el culo nada gustosamente. (Aún así,
imposible imaginar sexo blando en esta especie. Tratando de imaginar, sólo
alcanzo al coito de un león y una hiena, por ejemplo). Y todo para qué, si con
el paso de los años al cachas se le caerán las carnes; la poetisa obesa hará,
por fin, el amor con algún calvo arrugado y se enamorará y dejará de escribir y
comprenderá que el amor era, en realidad, esta otra cosa tan distinta; y el
rico y exitoso ejecutivo, ya con cáncer de colon, seguirá sobornando a
periodistas para que ninguno investigue sus memorias.
No. Ninguno de nosotros es único. Porque para que algo
sea único ha de ser extraordinario y nosotros demasiado corrientes, clones
absurdamente repetidos del vulgar álbum de cromos que es la humanidad. Lo
verdaderamente extraordinario, lo único, es la vida. Nuestras vidas. ¿Qué vamos
a hacer con ellas? Sin embargo, preferimos soñar. Soñamos con llegar a la Luna
y llegamos. Soñamos con vernos desde el espacio y nos vimos, pequeñitos, como
hormiguitas locas y vulnerables, sin cerebro capaz de comprender. Convertimos
nuestros sueños en realidades palpables. Volar. Respirar bajo el mar. Danzar
sobre las olas. Caer desde el cielo, meciéndonos en el aire, como plumas. Ser
veloces. Ser el más rápido, sin obstáculos que aminoren nuestra marcha o
derribarlos, si nos estorban, desde la inconsciente distancia, antes de lograr la conquista del terreno. Destruir. Destruir todo a nuestro paso. Reducirlo todo a
escombros y, con ellos, sepultar la frescura miserable del estiércol.
¿Por qué no
comprendemos nuestro error? ¿Acaso estamos ciegos? ¿No vemos los muñones en la
espalda del misterio, sus ángeles, ya sin plumas en las alas? ¿Preferimos la
negritud del petróleo a la luminosidad estrellada del cielo nocturno, los
pixeles de la pantalla al parto milagroso de una flor, el enjambre
esquizofrénico de la hora punta a pararnos y observar el milagro de la luz
entre los dedos de un bebé, el tacto frío del móvil a ese azul abovedado que
nos revela frágiles, pequeños y estúpidos temerosos del asombro, esa plenitud, su latido de amor?
Yo quiero ser
corriente, maravilloso y frágil como lo es un corazón. Un milagro poblado de
errores, como su caducidad, pero capaz de agitarse ante la visión de un nuevo y
esplendoroso horizonte, alzar eufórico sus sístoles ante un paisaje inexplorado,
el roce de otra piel o el desarrollo de las ideas. A todos nos abraza el mismo
azul inmenso que nos envuelve. A todos nos sabe vulnerables, pequeños y, a la
vez, qué grande, porque sólo nosotros podríamos llegar a comprender.
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