“Yo fui quien le asesiné”, me
confesó. Su mirada se perdía en la frondosidad del parque adyacente al campus
universitario, mientras la plomiza desolación que exhalaba su cuerpo se hundía
irremisiblemente sobre el césped seco en el que estábamos sentados. Le llamaban
Mikel, aunque en la intimidad prefería que le nombrasen Susi. Era joven, no
había cumplido aún los 19 años, la misma edad de su amigo Damián, el asesinado.
Ambos nacieron en el mismo barrio, en el extrarradio de la ciudad y ambos
estudiaron siempre en los mismos colegios. Desde muy pequeños recorrían juntos
el camino hacia la escuela y la vuelta infernal a casa, en la que Damián, más
fuerte, grande y musculoso le defendía de los chicos que le humillaban por ser
un “mariquita”. “¡Por ahí llega el
bujarrón!”, gritaban todos cuando le veían llegar, preparados ya con las
primeras piedras y palos en las manos. Y si alguna piedra le hería era también
su amigo quien le curaba y calmaba su dolor. “Él no era homosexual, señor periodista, tiene que prometerme que lo
dirá en el artículo. Nunca antes de mi proposición tuvo relaciones con otros
hombres, al contrario, le encantaban las chicas, siempre me decía que no tenía
novia porque escoger a una significaba renunciar a las demás. Así era él, un
toro noble y leal, incapaz de engañar a nadie”. Dos diamantes líquidos,
plenos de sol, comenzaron a descender por su rostro. “¿A qué proposición te refieres?”, le pregunté. “Fue hace unos meses, al principio del curso –me
contestó. Las nuevas tasas universitarias
nos impedían la realización de nuestros sueños. Él quería ser veterinario y yo
siempre quise ser enfermero, pero con nuestras familias en paro y sumidos en la
pobreza quién nos iba a pagar la carrera. Nuestras notas siempre fueron buenas,
pero las becas concedidas no nos alcazaba, aún menos con la nueva merma del
ministerio de educación. O lográbamos dinero por nuestra cuenta o tendríamos
que renunciar a la universidad. E hicimos todo lo posible por encontrar
trabajo, créame, pero con el desempleo actual y sin preparación quién iba a
contratarnos, de modo que localicé una página de contactos por internet y nos
anunciamos como prostitutos, un dúo de activo y pasivo dispuesto a realizar un
trío con cualquiera que acordara pagarnos 100 euros por hora. Yo dejaba seco al
cliente, mientras él se dejaba hacer mamadas o enculaba a quien se lo exigía. Al
principio nos fue bien, la mayoría de los clientes eran viejos pudientes y
discretos, muchos casados, a los que les sobraba el dinero y nos lo entregaban
con facilidad, inconscientes de nuestra necesidad imperiosa. Después,
desprendidos de los nervios y temores iniciales, el sexo secreto se convirtió
en normalidad rutinaria donde todo era sencillo y placentero. Hasta el día que
nos llamó aquel hijo de puta”.
El hijo de puta no resulto
ser un viejo de doble vida, pleno de prejuicios en su cara iluminada al público
e inconfesables perversiones en el lado oscuro de su luna, sino un chico de su
edad y de su mismo barrio. “Le reconocí
enseguida y entonces supe que la cita, en realidad, era una emboscada. Nos
pareció extraño el encuentro, en una nave industrial de las afueras, pero al
teléfono dijeron ser dos cincuentones con ganas de follarse carne fresca y nos
lo creímos. Damián se empeño en acompañarme, a pesar de que decían ser activos
y de asegurarle que yo podría saciar a los dos. Nos abrió la puerta un señor
mayor, entramos en el local y echó el cerrojo e, inmediatamente, bajaron cinco
chicos por una escalera metálica. ¡Por fin llegó la hora de la caza, maricones
de mierda!, gritaban a coro. Se situaron alrededor, rodeándonos en círculo.
Todos eran musculosos, con pintas de enganchados a las inyecciones de
esteroides. Tres de ellos rapados y todos con vestimenta pseudomilitar y botas
de cuero con punta de acero. Él era uno de ellos, Inocencio, el vecino de Damián,
hijo de una familia tan pobre como la nuestra, pero con un padre que, como él,
odiaba a todo el mundo y una madre sumisa que, aún así, nunca pudo evitar los
golpes. Damián se encaró enseguida a Inocencio, no era la primera vez.
Inocencio siempre fue el líder de la manada de lanzadores de piedra y en un par
de ocasiones mi amigo le partió la nariz cuando no éramos más que unos niños.
Luego, durante un par de años desapareció del barrio, hasta aquel fatídico
momento. Estaba hinchado, más grande, pero sus ojos aún mantenían esa mirada de
hiena cobarde y traidora. Los otros cuatro sujetaron a Damián e Inocencio
comenzó a golpearle con una barra de hierro en la cabeza y yo, maldito cobarde,
no supe hacer otra cosa que llorar y suplicarles por su vida. Después me tocó
el turno a mí que, enseguida, perdí el conocimiento, hasta que desperté en un
descampado, malherido y junto al cadáver de mi amigo. ¿Entiende usted ahora porque
digo que lo maté? Damián nunca se hubiera prostituido si no lo hubiese
convencido yo y nunca dejaré de sentirme culpable por ello”. “No debes
castigarte, tu no eres responsable de su muerte”, le consolé, sin saber muy
bien cómo abrazarle sin producir aún más dolor en su frágil cuerpo, todavía
dibujado por múltiples cardenales.
No quise incidir más en la entrevista y dejé
a Mikel sumido en su desolación. Ya tenía su narración de los hechos, con la
que estructuraría la parte inicial de mi artículo y no era necesario provocarle
más dolor. Ahora debía dar forma a la parte final de esta historia y para ello debía
entrevistarme con Inocencio en la cárcel en la que estaba recluido. Y dos días después
las autoridades me concedieron el encuentro. Fue en una amplia sala común, en
la tarde más tórrida de agosto, junto a otros presos que eran visitados por
familiares, amigos o abogados. Inocencio se presentó en camisa de tirantas y
pantalón corto, dejando al descubierto sus antebrazos tatuados. En uno de ellos
resaltaba una cruz gamada de grandes dimensiones y, en el otro, el número 88,
saludo entre los nazis y símil de la doble H (Heil Hitler). “Usted era
vecino de la víctima, ¿no es así?”, le pregunté de sopetón. “Sí, ¿y sabe usted cómo se siente uno
oliendo cada día a maricón? Yo se lo diré: me sentía sucio, como si oliese a
mierda o a algo podrido, un terrible y nauseabundo hedor que se expandía por
todo el puto barrio. Todo el mundo olía en mi la asquerosa mierda de aquel
maricón”, me contestó con tono amenazante. Golpeó con puño cerrado sobre la
mesa, mientras la otra mano se aferraba a su rodilla, preparado para impulsar
su cuerpo sobre mí. “Tranquilícese -le
sugerí. Sólo he venido a hacerle unas
preguntas. Soy periodista y he de escribir sobre los hechos ocurridos. Ya
conozco la versión de Mikel, el chico homosexual, pero me falta la suya. Para
mí es importante lo que me tenga que decir”. Retrocedió y apoyó sus hombros sobre el respaldo de la
silla. Su rictus retador desapareció,
dibujándose una mueca de sonrisa en sus labios. “Sí que tiene aguante el bujarrón, todos pesábamos que estaba muerto.
Pero, dígame, ¿voy a salir de nuevo en los periódicos?”. “Sí, con nombre y
apellidos”. “Pues dispare. ¿Qué quiere saber?”. “Mikel me ha confesado que
durante la niñez siempre fueron enemigos y que no sufrió más palizas suyas
porque su vecino Damián le defendía”. “Sí, mi vecino prefería la compañía de
esa maricona antes que la de los colegas del barrio. No sé que le vería la Vane
a un mierda como ese”. “¿La Vane?”. “La rubia más guapa del barrio y la más
estúpida. Ahora tendrá que buscarse a un hombre de verdad porque del marica ese
tan sólo podrá tocar su lápida”. “¿Ella fue la razón por lo que abandonó el
barrio?”. “Por ella y por salir de toda la porquería que contenía. Me
asfixiaba, ¿comprende?, rodeado de tipos a los que no les importaba humillarse ante
la denigrante autoridad, desgraciados que retozaban en la miseria y refocilaban
sus pasiones con moros y negras y sudacas, esclavos de la ley que les condenaba
a la pobreza. Gente miserable: vagabundos, desempleados, musulmanes del puto
Alá, negros apestosos, maricones y tortilleras, todos parásitos sacacuartos a
los que los españoles tenemos que alimentar cuando no nos roban el trabajo”.
“¿Fue entonces cuando entró a formar parte de la Hermandad?”, le pregunté
sin mostrar acritud. Su semblante se iluminó, como el de un forofo del fútbol
dispuesto a hablar del equipo de su alma. “La
Hermandad fue lo mejor que me ha ocurrido en la vida. Pude alimentar a la
familia gracias a su generosidad. Consiguieron que mi padre dejara de
golpearnos a mi madre y a mí y ahora me respeta y ejecuta cuanto ordeno. Me
educaron en los valores fundamentales de todo español que se precie y me
mostraron el camino ejemplar de todo hombre con orgullo de pertenencia a su
especie. Ellos me dieron la fuerza y la voluntad necesaria para combatir hasta
la muerte a los enemigos de nuestra Patria. Me transformaron en el hombre
heroico que ahora soy. Todo se lo debo a ellos. Y todos estamos unidos en una única
familia que crece sin parar”. No pude contenerme más, aquel criminal se
vanagloriaba de su clan, sin ser consciente aún de que éste le había destrozado
la vida. “Pero ellos son los que te obligaron
a asesinar a un inocente, los que te han traído hasta aquí, donde permanecerás
encerrado 20 años según la condena impuesta por el juez. Ellos son los que te
han desgraciado el futuro y la vida. ¿Tan ciego estás que no lo puedes ver?”, le
espeté, armado de valor. Entonces, despegó su espalda de la silla y se levantó,
mirándome a los ojos fijamente, en clara actitud amenazante, golpeó nuevamente
la mesa y me gritó, mientras acercaba sus puños cerrados a mi cara: “¿Quién es usted, en realidad, otro maldito
maricón, un rojo hijo de puta, un cabrón defensor de negratas y moros de mierda
o un pijo de esos que se llaman a sí mismo progresista?”. Estuve a punto de
caerme de la silla, pero logré recomponerme. Todos en la sala se callaron de
repente y miraron hacia nosotros, esperando el inicio de una pelea que rompería
el agradable ambiente de visitas. Pero permanecí sentado y controlé los nervios
cuanto pude y en un tono conciliador le dije: “Relájese y mire a su alrededor, por favor. ¿Acaso ve a algún enemigo
real del que sea necesario defenderse? Aquí nadie le quiere atacar, aquí reside
la paz y la concordia porque es un día de reencuentro. Aquí todos queremos lo
mismo: tan sólo hablar”. “Tú y yo, hipócrita del carajo, no hablamos el mismo
idioma porque no nacimos en el mismo barrio -me insultó. Por eso concebimos el mundo de forma
distinta. Y en mi mudo, entérese de una puta vez, todo es una selva en la que
el lobo siempre acaba devorando a Bambi”.