jueves, 30 de enero de 2014

UNA HISTORIA DE VECINOS Y HOSPITAL



   Un trueno terrible y silencioso estalló en la oscuridad del sueño y desperté, súbito, en el vórtice del dolor. Tuve suerte, llegaron a tiempo con sus alas de ángeles milagrosos y sus manos de nitroglicerina. Me salvaron la vida, héroes anónimos, que me llevaron al hospital y se desvanecieron en su noche de sacrificio sin exigir recompensa o premio alguno. Merecen su historia propia, está claro, pero no será esta historia. Tampoco será la mía, aunque tal arranque de víctima lo parezca. Pasé el mal trago y me instalaron, cuidándome como a un niño de cristal, en una habitación compartida. Sobre él versará esta historia, mi compañero durante casi una semana, el pensionista payito que sabía escuchar a los gitanos y los gitanos, por supuesto, son su familia, esposa y 6 churumbeles perennes, como estatuas milenarias, junto a él. “Opá, chiquillo, te tienes que cuidá”, le reiteraba incesante la hermana mayor. Y él callaba y asentía sin dejar de mirar el televisor encendido, en el cual, el presentador de “Sálvame” narraba las vidas vacías de quién coño sabe a seres vacíos que respiran aún sin vida. “No puede mover las piernas”, me relataba, compungida, su esposa, un ovillo de nervios con dos pozos negros en los ojos. “Qué susto, chiquillo”, suspiraba, mientras Manuel, su marido, caminaba a pasitos cortos en dirección al aseo, sin levantar jamás la mirada del suelo. Yo observaba su caminar avergonzado como quien contempla el terror incomprendido de un ratoncillo asustado e incapaz de razonar.

   A partir del segundo día dejó de simular, se sintió por fin seguro, y comenzó a pasear desaforadamente por el mínimo espacio libre de terrazo que quedaba en la habitación. Los doctores alucinaban, sin poder asimilar el desarrollo del milagro. El 1º: “Según todas las pruebas está perfectamente, Manuel. Ingresó usted sudoroso, con algo de fiebre, maldiciendo la gripe tan virulenta de este invierno. Por eso le enviaron a mi, el especialista del aparato respiratorio. Sin embargo, habrá sido un error porque esos mareos que usted describe y la parálisis en las piernas es cosa del neurólogo. Ya es tarde, pero mañana le visitará mi compañero”. El 2º, ya en el tercer día y tras pedir amablemente a la familia que salieran de la estancia: “Usted no se acuerda, Manuel, pero fue mi paciente hace siete años y su historial presenta tres incongruencias. Le dije que no fumara y fuma, le dije que no podía probar el alcohol y reconoce tomarse unas tres copas diarias y lo más grave, le receté de por vida una pastilla diaria de clopidogrel, medicamento para evitar el ictus cerebral al que usted es sin duda propenso”. “No, yo no, eso la doctora del centro de salú, que no me la quiere resetá”, contestó con un hilo, casi inaudible, de voz y con la mirada perdida en la pantalla del televisor (programa matinal de cotilleo: gente vacía y sin vida hablando para zombies inertes).”Mañana mi compañero le dará el alta y hágame caso, que se está usted jugando la vida. No deje ningún día de tomarse esa pildora”. Tras la salida del doctor volvieron a entrar, como ñues en plena emigración, los familiares, ávidos de certezas que diesen cuerpo a la invención. “Que ta dicho el nurólogo (así, sin la e), Manuel, o opá”, según quién preguntara. “Que lo que ma dao ha sido un infarto serebrá, pero que ya estoy bueno y mañana me echa”.


   La verdadera historia de su ingreso hospitalario nunca se llegó a confesar abiertamente. Yo me enteré por casualidad, en los desvelos nocturnos y tras el velo de susurros familiares en las destempladas tertulias semisecretas en las que hervían en cuanto apagaban la luz y me creían dormido.  La verdadera historia no era más que una huída o, mejor quizás, el hallazgo de un escondite perfecto. La familia vivía en un bajo de la periferia, todos apiñados como sardinas enlatadas, y el vecino del cuarto de aquel viejo edificio sin ascensor se había estrellado con la moto hacía unas semanas. Parapléjico sin solución quedaría recluido en su piso, sobre una silla de ruedas inservibles, hasta su muerte, a no ser por la generosidad y solidaridad de los vecinos. Solución: la comunidad del bloque les exigía una derrama, como a cada vecino, para pagar la instalación del montacargas. Y ante todo eso, la gitana no cesaba de reiterar:  “A vé, todos tenemos nuestro mal de ojo, ¿no? Pues cada uno que apechugue con lo suyo. Tú de pagá ná de ná,  Manué, que la pastillas también son mu caras y te tienes que cuidá”.


Del libro "Historias de la puta crisis"

miércoles, 22 de enero de 2014

UNA HISTORIA CRIMINAL



   Hace algunas madrugadas apareció muerto otro negro. Pero éste no murió de hambre o frío, éste amaneció con el cuerpo mutilado. El badajo que colgaba entre sus piernas había desaparecido. Los barrenderos municipales encontraron su cuerpo entre las basuras de un callejón que daba a la puerta trasera de un club de intercambio de parejas. Un lugar de esos a los que suelen ir matrimonios ricos y aburridos en busca de sensaciones nuevas y los chicos y chicas buscavidas que los acompañan. El cadáver carecía de documentación y lo único que logró deducir la policía acerca de su personalidad es que fue niño soldado en Sierra Leona, gracias a la marca de diamante rojo que, a fuego, le habían grabado sus captores en el hombro. Inmediatamente las investigaciones se centraron en aquel local, pues la disección y robo del miembro viril sugerían un crimen de índole sexual. Yo, mientras tanto, imagine la huida de aquel desconocido hacia tierras donde su futuro no fuese encontrarse con la muerte a los quince años. Según parece, suelen hacerlo a pie, atravesando ríos, selvas y sabanas, siempre hacia el norte y durmiendo sobre las copas de los árboles para evitar ser devorados por los leones. Algunos tardan años hasta llegar a las costas de Marruecos. A partir de ahí ya lo sabemos, saltar la reja o jugarse la vida en una patera frágil y azotada por las olas.

   Dos días después, un amigo de la víctima la reconoció en la morgue. A pesar de carecer de papeles y de arriesgarse por ello a la expulsión del país, se atrevió a denunciar la desaparición de su hermano. De esa forma lo nombraba, pues ambos huyeron juntos de las metralletas y la muerte y ambos experimentaron juntos todo lo acaecido desde entonces, a excepción de la aventuras sexuales de Duma (así se llamaba el fallecido), ya que él con la visible cojera que lo deformaba y las múltiples cicatrices que afeaban su rostro no era atractivo para nadie. “Dos veces me salvó la vida”, dijo sollozando junto al finado. “Él tenía grandes sueños para los dos –me comentó en la posterior entrevista, ya en mi periódico. Tenía muy claro que lo más importante para labrarse un futuro en este país era aprender rápidamente el idioma y estudiar, claro que antes era necesario ganar mucho dinero. Y lo del idioma ya ve usted que lo conseguimos, lo de los estudios esté año logré por fin matricularme, pero lo del dinero, y menos ahora con la crisis, se convirtió en un imposible. Estuvimos trabajando en el campo durante años, recolectamos naranjas, aceitunas, fresas y hasta manzanas en el norte, siempre sin contrato y con sueldos con los que apenas nos conseguíamos alimentar. Pasamos mucho frío durmiendo sobre campo abierto o el oscuro asfalto de las calles, hasta que nuestra suerte cambio. Fue una noche de primavera, estábamos sentados en un banco, justo al lado de la estación de autobuses, cuando un hombre de apariencia elegante aparcó el Mercedes junto a nosotros, bajo la ventanilla y nos mostró un billete de 50 euros, dejando claro que sólo le requería a él. Más tarde Duma me contó que lo llevó a su casa, un ático del centro de la ciudad, en el que la esposa del caballero los esperaba vestida únicamente con un camisón transparente. Cuando volvió venía pletórico, era la primera vez que se había acostado con una blanca y ni siquiera le importó que su marido los grabara mientras tanto. Cien euros traía de vuelta, tuvo que dejarla muy satisfecha. Y no cesaba de repetirme que lo volverían a llamar, pues le habían pedido el número del móvil”.

   La investigación policial parecía ir por buen camino, la motivación de aquel asesinato, sin duda, era sexual y no tardaron en identificar al matrimonio. Eran clientes asiduos de local de intercambio y, a menudo, acudían a él acompañados por Duma. Según aquel rico y liberal empresario, Duma se había convertido en el gran reclamo del local y ya iba él solo cada noche. Desde su primera aparición, hombres y mujeres se desvivían por la mamba negra que colgaba entre sus piernas, dispuestos a entregarle el capital necesario a cambio de que complaciera sus caprichos. Sólo a uno pareció molestarle la nueva situación, al antiguo rey destronado, un chapero argelino cuya vida había sido muy parecida a la de Duma. Como Duma tuvo que huir de la muerte antes de ser decapitado por los fanáticos de la yihad y como Duma cruzó en patera el estrecho y sufrió humillaciones y desesperación en la miseria.

   “Busquen al argelino o cualquiera de los otros. Esos chicos son como animales, sobre todo cuando los cambias por otro más joven y potente. Parecen no enterarse de que son totalmente prescindibles. Consoladores vivos fáciles de intercambiar. Busquen al asesino entre ellos y seguro que acertarán. Entre personas de alcurnia como nosotros arreglamos las cosas de otra manera, con mayor civismo, aunque siempre nos acabe costando dinero, no se lo voy a negar. Pero, en fin, afortunadamente de eso nos sobra, ¿verdad?, aconsejó al comisario aquel caballero de aspecto elegante y rocín metálico con motor alemán. No se equivocó, en casa del argelino encontraron las pruebas. Vivía en la periferia, en una chabola de madera y uralita, rodeada de orines e inmundicia. El ladrido de los perros le alertó de la llegada de los policías. Pero estaba tranquilo, no tenía nada que temer, ya había encendido la hoguera y la madurez de sus incipientes canas le ayudaría a actuar correctamente. La ignorancia nos suele confundir, mostrando como seguridad en uno mismo lo que no es más que estúpida soberbia. Fue en los restos de la hoguera apagada por ellos, junto a la casa, donde la policía científica encontró un cuchillo calcinado y unos pantalones chamuscados con restos de ADN de la víctima. Las evidencias eran aplastantes y cuando el juez le interrogó sólo alcanzó a decir: “Lo hice por supervivencia, señoría, conseguí el dinero necesario para salir de la chabola y alquilar un piso en el centro de la cuidad. Por fin me iba a convertir en un ciudadano normal y respetado y cuando llegó el negro con su miembro descomunal todos mis planes se fueron al traste. No podía seguir en la chabola. Tiene usted que entenderlo”. El juez lo miró con frialdad, pero con la inquietud de ser reconocido como uno de los clientes esporádicos de aquel local. “Sólo una cosa más antes de enviarle directamente a la cárcel. ¿Qué hizo con el resto del cuerpo?”, le preguntó el juez. “Se lo eché a los perros, señoría. Ya ni con su dinero volverá a disfrutarlo su mujer”, contestó el asesino.



Del libro "Historias de la puta crisis"

martes, 21 de enero de 2014

GAMONAL. UNA LUZ EN LA OSCURIDAD.



   Lo hemos visto. Ya lo hemos visto todos, aunque algunos, cegados por sus propios intereses, aún digan que no. Al PP le ha entrado el tembleque, la jindama y, en cuanto la calle ha hervido un poco, ha reculado. Y es que en esto de la justicia humana siempre surge una espita pequeña que lo acaba incendiando todo. Una anónima Rosa Park, 10 islandeses con cacerolas en una plaza o un barrio pequeño de Burgos que simplemente dice basta. De lo local a lo nacional, de la aldea al universo y sí, el futuro de la humanidad no se decidirá en los parlamentos, sino en las calles. Lo malo es lo de siempre, los cuatro niñatos descerebrados y con ínfulas de Superman anarquista que sólo saben joderlo todo. Destrozar, destrozar y destrozar, ese es su único lema. Destrozar la cristalera de un banco, el cajero automático, al sicario policía, a la vieja que se cruza en su camino. Si fuesen capaces de pensar verían el daño que provocan: la muerte de la esperanza. No tuvieron bastante con cargarse el hilo de luz nueva que fue el 15M y ahora se esmeran en dar razones al gobierno para fomentar la represión y al pueblo para resignarse con esta pseudodemocracia bipartidista antes del advenimiento del absoluto caos. Nunca entendí por qué aquellos que somos demócratas por convicción toleramos en las manifestaciones democráticas, asambleas, etc, a grupos de ideología antidemocrática, ya sean anarquistas o fascistas, batasunos o falangistas, porque lo lógico sería que los rechazáramos y nos alejásemos de ellos. ¿Contrataríamos, en caso de ser empresarios, a un trabajador cuyo único interés fuese el de hundir la empresa? ¿Dejaríamos entrar en nuestra casa a una persona, sabiendo que nos acabaría echando de ella? Entonces, ¿por qué dejamos participar en el juego democrático a grupos cuyo único interés es acabar con la democracia?


   Los ciudadanos de Gamonal nos han dado un ejemplo, nos han mostrado el camino y han abierto una puerta a la esperanza en este país sumido en el lodo gris de la desidia. Han conseguido lo impensable: que un alcalde, aparentemente corrupto e inhumano, dé marcha atrás y haga prevalecer la voluntad del pueblo ante sus mezquinos intereses. Y lo han conseguido sólo con unidad y la movilización constante. ¡Qué fácil y qué difícil a la vez!, ¿verdad? Pero es posible. Ellos lo han conseguido y también podríamos lograrlo nosotros, si nos dejásemos de gilipolleces como la de pedir la libertad para todos los detenidos en el conflicto, porque aquel que sólo sabe destrozar, quemar, tirar piedras, patear cabezas, derramar sangre, asesinar (algún día ocurrirá, posiblemente), debe estar recluido y no junto a nosotros manifestándose. En las oscuras y frías noches de Gamonal hemos visto brillar la luz solar de la esencia democrática. No dejemos que se apague la esperanza. Y mucho menos dejemos que nos la apaguen.

lunes, 20 de enero de 2014

LLAMAMIENTO A LA UNIDAD


Hola, soy la izquierda y vengo a unificar a la izquierda.

Hola, soy la otra izquierda que ha intentado unificar a la izquierda y no estoy de acuerdo con tu izquierda.


Hola, soy el resto de la izquierda y no estoy de acuerdo con ninguna de las dos.


Hola, soy la izquierda que no sabe que es de izquierdas y vengo a derrumbar el trabajo de todos ustedes para, al final, pedir lo mismo.


Hola, soy la única izquierda verdadera y revolucionaria y todos ustedes sois refomistasburgueses.


Hola, soy la pseudoizquierda y vengo a robaros los votos para hacer política de derechas.


Hola, soy la derecha y he ganado las elecciones.


Fin.



De Fran Rodríguez (Huelva) 

miércoles, 15 de enero de 2014

HOMENAJE A JUAN GELMAN

    Ayer murió Juan Gelman, el inmenso poeta argentino en cuyo lado oscuro del corazón volaban todas las mujeres. Descanse en paz y vaya este homenaje a su persona con la publicación en nuestro blog de uno de sus poemas.


ORACIÓN DE UN DESOCUPADO

Padre,
desde los cielos bájate, he olvidado
las oraciones que me enseñó la abuela,
pobrecita, ella reposa ahora,
no tiene que lavar, limpiar, no tiene
que preocuparse andando el día por la ropa,
no tiene que velar la noche, pena y pena,
rezar, pedirte cosas, rezongarte dulcemente.

Desde los cielos bájate, si estás, bájate entonces,
que me muero de hambre en esta esquina,
que no sé de qué sirve haber nacido,
que me miro las manos rechazadas,
que no hay trabajo, no hay,
bájate un poco, contempla
esto que soy, este zapato roto,
esta angustia, este estómago vacío,
esta ciudad sin pan para mis dientes, la fiebre
cavándome la carne,
este dormir así,
bajo la lluvia, castigado por el frío, perseguido
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
tócame el alma, mírame
el corazón,!
yo no robé, no asesiné, fui niño
y en cambio me golpean y golpean,
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
si estás, que busco
resignación en mí y no tengo y voy
a agarrarme la rabia y a afilarla
para pegar y voy
a gritar a sangre en cuello


martes, 14 de enero de 2014

UNA HISTORIA DE INMIGRACIÓN



   Son tres. Portugueses. Superan los cincuenta años. Y todas las noches duermen en la platea de la plaza. La misma en la que algunos domingos de sol pletórico toca la banda municipal su ristra de pasodobles, para que bailen los ancianos enamorados, rodeados de niños que se cuelan entre sus piernas, persiguiendo a las palomas. Ellos no molestan, no están en esos momentos. A esas horas del día ya han recogido sus escasos bártulos, algunas mantas y ajados carritos de la compra rellenos de bolsas y prendas sucias. En las horas diurnas uno se pinta la cara y simula ser una estatua, otro se coloca en la puerta de la catedral con su cajita de cartón y el que nos queda se sienta sobre un escalón del gran supermercado. Y así permanecen, durante horas, hasta que finaliza el jolgorio. Luego, al caer la tarde, se sientan los tres en el mismo banco y comparten bocadillos. Es el del supermercado quien más recauda, le ayuda a ello el andador que le sostiene al caminar y que, posiblemente, algún día fatídico le dieran en el hospital. Aún así, el capital acumulado cada día, gracias a la generosidad de algunos ciudadanos, no les llega para más y han de volver cada noche al frío mármol de la platea. Allí los veré mañana de nuevo, descendiendo de su trono nocturno, con los huesos entumecidos y el cuerpo dolorido. Tan sólo en la oscuridad les permitimos ser reyes de sus sueños.

   Se han convertido en un fenómeno cotidiano. Y saben apartarse y volverse invisibles cuando lo requieren las circunstancias. No molestan, son prescindibles. Lo saben. Y los habitantes del centro de la ciudad los han asimilado como a cualquier farola o jardinera de la calle. Ya forman parte del paisaje urbano. Incluso la policía que ronda continuamente la plaza los deja en paz. No son delincuentes, solo tres hombres pobres que huyeron del frío y la peligrosidad de Lisboa y se vinieron al Sur de España, donde el sol calienta más y la crisis, aunque grave, no es tan famélica como en el país vecino. “En Lisboa ya no se podía vivir –me dice uno de ellos, los angoleños nos robaban todas las noches”. “Angoleños, Mozambiqueños, Caboverdianos, la Praça Liberdade era un inmenso continente negro en el que era imposible encontrar un rincón de paz para tres viejos europeos. Nos tuvimos que marchar y decidimos que nada mejor que el calor del sur. Pero la situación económica es tan mala en mi país que es imposible sobrevivir de las limosnas y cruzamos el Algarve hasta llegar aquí”, me explicó el hombre del andador. “Aquí, al menos no nos molestan los negros, la policía ronda a menudo por la plaza y no los dejan quedarse y la gente, sus conciudadanos, se apiadan de nosotros lo suficiente como para lograr sobrevivir”, me dijo el que hacía de estatua.

   Me quede perplejo ante sus argumentos, nunca pude imaginar que aquellos tres hombres de apariencia frágil fuesen racistas. Mi intención era escribir un artículo sobre las necesidades y la situación de los sin techo de la ciudad y no un alegato xenófobo. Sin embargo, ante la deriva de la conversación les pregunté directamente: “Entonces, ¿son ustedes racistas?”. “No, en absoluto. Comprendemos a los negros, sabemos que ellos vienen de un hambre mucho más atroz. Pero nosotros tres somos viejos y débiles, seres vulnerables, malditas víctimas propicias. Los racistas son ustedes o, al menos, su policía. Y no sabe usted cuánto se lo agradecemos. No se confunda por las apariencias, en realidad, sólo buscamos sobrevivir. ¿Usted nunca ha dormido en la calle, verdad? Vaya usted a dormir una noche sobre los adoquines de la Praça Liberdade y lo comprenderá. Vaya si lo comprenderá”, me contestaron.


Del libro "Historias de la puta crisis"

lunes, 13 de enero de 2014

UNA HISTORIA DE SOLIDARIDAD CRISTIANA


   Angustias era viuda desde hacía una década. Juan, su marido, murió en el tajo. Estaba construyendo un nuevo muro en la ermita cuando le sobrevino el infarto. El párroco organizó un buen entierro y Angustias sólo tuvo que encargarse de las flores y la corona. Con el resto de los gastos corrió el obispado. Angustias les estaba muy agradecida desde entonces y colaboraba a diario en la limpieza de los santos. Hasta que su cuerpo comenzó a quebrarse. Luego la vida se hubiera convertido en algo insoportable si no la hubieran asistido las monjitas del asilo de Almonte, al principio visitándola en su casa y, mas tarde, acogiéndola en el propio asilo, a cambio de las escrituras de su casa. Angustias y Juan no habían tenido descendencia. Se fueron a la aldea del Rocío cuando aquello no era más que un barrizal de marismas en el que feroces mosquitos torturaban al ganado. ¡Qué dura era la vida por entonces!, pero la caza era abundante y se podía pescar en el río con las manos, pensaba Angustias a veces. Luego la feligresía comenzó se interesó por la aldea y los curas controlaron la situación, organizando las peregrinaciones periódicas. La aldea crecía imparable cada año y Juan se adaptó a las circunstancias del mercado. Tuvo que ir abandonando su furtivismo cuando Doñana se convirtió en Parque Nacional y dedicarse a la floreciente industria de la construcción y a hostelería la semana de la romería. El resto del año la aldea permanecería vacía, silenciosa, de no ser por los turistas de los fines de semana. Pero volvamos a Angustias, que aceptó el ofrecimiento de las monjas. ¿Qué iba a hacer? ¿Dejarse morir en la soledad de cualquier miércoles? Tres años la cuidaron con abnegada penitencia y esos días estaban a punto de llegar a su final. Angustias deliraba, ciega, en la aséptica cama de la enfermería del asilo y sus últimos recuerdos fueron los de un Juan aguerrido y sudoroso, cargando sobre su hombro a un jabalí aún caliente. Oía el ladrido de los perros cuando expiró su último aliento de vida.

   En el mismo momento de la muerte de Angustias, Maribel vagaba confusa por las calles desiertas de la aldea. Acababa de ser desahuciada por no poder pagar el alquiler. Desde el fatídico accidente todo se torció. Aquel domingo negro le destrozó la vida. Llevaban tiempo sin salir, los niños eran demasiado pequeños, pero Luis, su marido, se empeño en visitar la romería, la fiesta, el par de copas y, a la vuelta, el atropello. El anciano murió en el acto y a Luis le cayeron cuatro años de presidio. Maribel se vio sola, sin familiares cercanos, y con un niño de dos años y una niña de cuatro. Intentó durante meses conciliar su trabajo y el cuidado de los infantes, pero las dificultades se impusieron y la acabaron despidiendo. Poco a poco comprendió que la supervivencia familiar iba a depender de la caridad y comenzó a pedir ayuda en el ayuntamiento. Pero la crisis se cebaba con todos, también con los organismos públicos y era tan poco lo que había para repartir que no llegaba para todos. Maribel lo vendió todo y, aún así, llegó el día en el que ya no pudo pagar el alquiler, la luz, el gas… La desahuciaron el mismo día de la muerte de Angustias y, confusa, comenzó a andar por la carretera, con el niño en brazos y la niña cogida de la mano, alejándose de aquel pueblo maldito. Y, cuando el sol, rojo incandescente, parecía derramarse en sangre sobre la marisma, llegó a la aldea. Sabía que allí había muchas casas deshabitadas. Se dirigió a una de ellas, cogió una gran piedra de la calzada y golpeó la ventana hasta que consiguió romperla. Luego, ya en la oscuridad de aquella noche primaveral, introdujo a sus hijos por el hueco y ella entró detrás. Sólo el azar tuvo la culpa de que aquella casa fuese la de Angustias.

   Hoy asisto al juicio, mi periódico está interesado en la noticia. El obispado denunció a Maribel por la ocupación ilícita de la vivienda. Ella está sentada en el banquillo de los acusados, flanqueada por los niños que la abrazan compungidos. El juez le ha dado la palabra y ha sido muy escueta: “Yo sólo le pido caridad a la iglesia, señor juez. “La casa está vacía y no tengo techo con el que proteger a mis hijos. No digo que me la den gratis. Trabajaré en el campo, en lo que sea, y les pagaré un alquiler adecuado a mi situación. Señoría, tenga piedad, si me expulsa a la calle me quitarán los niños y sin ellos a mi lado ya no querría vivir “. El juez se debatía en un dilema doloroso, se notaba en su rostro el escozor de tan incomoda herida. ¿Cómo iba a dejar en la calle a una mujer vulnerable e inocente y a sus dos hijos?, pero la escritura de la casa estaba a nombre de la iglesia y la ley era muy clara. Si no echaba de la casa a Maribel podría cometer prevaricación y jugarse la carrera. No sabía qué hacer. Y, desde luego no podía comprender la actitud de la iglesia. De modo que llamó por última vez al representante del obispado que asistió al litigió y le dijo: “Vamos a ver, padre, ¿no podrían ayudar ustedes a esta señora de alguna forma? Y el sacerdote contestó: “Claro, señoría, y ya se lo hemos expuesto varias veces, pero ella se niega a aceptar nuestra generosidad. Nuestra prioridad es ayudar a los necesitados, a todos. Y, en su caso, estaríamos dispuestos a iniciar gestiones para que dos buenas familias cristianas con recursos se puedan hacer cargo de los niños, facilitándoles una educación según el evangelio. Y a ella estaríamos dispuestos a acogerla en la congregación de las monjas, en el asilo, siempre que esté dispuesta a expiar sus pecados, sacrificándose en la atención a nuestros desvalidos ancianos. Pero la casa la necesitamos. ¿Sabe usted a cuántos pobres podemos ayudar con lo que sacáramos de su alquiler tan sólo en la semana de la romería del Rocío?”.


Del libro "Historias de la puta crisis"

viernes, 10 de enero de 2014

UNA HISTORIA DE MUERTE Y VIDA



   “Millonarios insalubres viajan por todo el mundo, con la cartera llena, en busca del órgano que les salve la vida. La muerte del otro no es más que una simple anécdota. Pero en España, afortunadamente, no ocurre todavía. Aquí no media el dinero en cuestiones de vida o muerte, aunque algunos sólo codicien la bolsa”, dijo el doctor.

. Andrés no era millonario y sus órganos estaban intactos en el momento del accidente. Siempre anheló una vida sin preocupaciones, llena de asombros y nuevos descubrimientos. Sin embargo, la rutina de su anodina existencia le aplastaba. Sin trabajo desde hacía tanto, sin amigos –ya todos hartos de sufrir sablazos- y sin ese amor que en él se desbordaba se sentía hueco, habitante en el vacío insondable de un pozo profundísimo. Lo había perdido todo en esta insufrible crisis que tanto estaba castigando a los ciudadanos más vulnerables del país. Ya había agotado todas las ayudas, ya no disponía ni de cobertura sanitaria. Se había convertido en nadie, un despojo social, un ser absolutamente prescindible. Y, ante tanto desamparo, un grito mudo pugnaba en su interior, rebelándose contra su asfixiante soledad. ¡Cuánta tristeza acumulada en la invisibilidad impuesta! ¡Qué fría y oscura su cárcel de silencio!  Necesitaba un respiro, subir a la terraza y tomar el aire, mirar al cielo y observar el vuelo reconfortante de los pájaros. Si después subió a la barandilla fue sólo por sentir toda la plenitud del sol sobre su pecho y, aunque dijeran todos lo periódicos lo contrario, posiblemente tropezó. Nunca pudo imaginarse cuánto cambiaría su vida tras la caída. De repente, despertó y vio la mágica mano del doctor sobre otra mano extraña, ahora suya. su corazón latía aceleradamente, aunque estuviese a kilómetros de distancia, y los riñones todavía permanecían helados, a la espera de calor humano de alguien ajeno. Se sintió extraño, como estuviese en varios lugares a la vez y todos los otros se hubieran unido a él en un impulso vital por la existencia. Ahora su vida era compartida y plena de armonía y el amor y la entrega eran premisas fundamentales. Sí, volvió a sentir ese calor que desprende el roce humano y quiso comunicárselo al doctor, pero no le salió la voz. Las insólitas cuerdas vocales no obedecían la orden de su conciencia. Sólo pudo mirarle, con sus córneas doloridas, enternecido y en silencio.


   El doctor le devolvió la mirada con afabilidad y le dijo: “No se esfuerce, le comprendo y sé que es feliz. Ya logramos el milagro, ahora descanse en compañía de su familia, que yo seguiré luchando, sin nos deja este gobierno, para que perviva nuestro departamento y, una y otra vez, existan historias de muerte y vida como la suya.” 

martes, 7 de enero de 2014

UNA HISTORIA DE CRÉDITOS BANCARIOS


   A mi padre no le dejaban en paz. Tampoco a su vecino. Las llamadas telefónicas provenían del mismo banco, pero eran de una índole muy distinta. Las que recibía mi padre estaban llenas de dulzura. La que le transmitía esa voz femenina que lo adulaba, ofreciéndole un crédito de 90.000 euros a un 7% de interés y exento de impuestos los dos primeros años. Las que recibía su vecino eran duras, con voz de hombre aguerrido en mil batallas y sabedor del miedo que producían sus amenazantes palabras. El hijo del vecino de mi padre montó, una década de años atrás, un negocio de distribución y montaje de aire acondicionado y la crisis se cebó con él impunemente. Su casa ya se la quitaron, dejándole únicamente un cofre de madera en el que guarda decenas de impagados pagarés de constructoras. Y, ahora, el banco amenazaba con desahuciar a su padre, quién lo avaló con su piso al montar el negocio. Todos irán a la calle, su familia también, ahora alimentada gracias a la pensión de los abuelos. 40 años llevan siendo vecinos y mi padre le considera un buen amigo.

   Dicen que el grifo del crédito fluye de nuevo. Y debe ser cierto por las llamadas de mi padre. ¿No sé si otros muchos reciben ese tipo de llamadas? Quizás lograse un buen artículo si indagara más en ello. “Ese es el tipo de noticias que elevan el espíritu de la sociedad -suele decir el director de mi periódico. España está necesitada de ilusión y ese tipo de noticias genera esperanza en el futuro”. Claro que el periódico en el que trabajo es provincial y la influencia del partido que gobierna en la Diputación es muy fuerte. Mi padre es un antiguo funcionario, es el encargado de la organización de los eventos deportivos en la provincia y gracias a sus contactos me ofrecieron trabajo al finalizar mi carrera. En fin, tampoco quiero desviarme de ese grifo del que comienza a manar dinero. Según el rumor, muchos altos funcionarios están recibiendo ofertas de créditos, por si quieren invertir en algo: la compra de una segunda vivienda, la renovación de un automóvil, el pago de un masters para sus hijos en alguna universidad privada. Y de este modo pretenden revitalizar la vida económica de nuestro país, incentivar el consumo interior, poner en circulación sus stocks inmobiliarios, relanzar de nuevo la agonizante industria y que volvamos a ser de nuevo el país de Pin y Pon, en el que la felicidad nos vuelva a abordar por las esquinas. ¡Qué maravilla!


   Pero esta mañana desahuciaron al vecino de mi padre. Nada pudieron hacer los ciudadanos frente a la policía judicial. No consiguieron evitar lo que se venía anunciando desde hacía más de un año. Tampoco fueron todos los habitantes del barrio a apoyar a la familia, es un barrio de clase media, en el que la apariencia y las formas públicas de uno mismo importan más que la solidaridad con los vecinos. Mi padre quiso estar en primera fila, pero su salud se lo ha impedido, no son convenientes los sobresaltos para su enfermo corazón. Ahora está mirando por la ventana, viendo cómo los vecinos lloran desconsolados, sentados en la acera de la calle. “Están desconcertados –me dice mi padre, no tienen adónde ir. Le dije a Juan que él y su mujer podían quedarse en casa mientras encontraban un alquiler apropiado, pero me contestó que no, que estaría siempre junto a sus nietos”. Yo estoy sentado en el salón, tratando de calmarle. “Los organismos municipales atenderán a la familia”, le digo, cuando comienza a sonar el teléfono. Levanto el auricular y constato que preguntan por mi padre. Se lo comunico y se acerca hasta mi, aún visiblemente alterado. Se pone el auricular al oído y escucha pacientemente durante unos minutos. Y, de repente, estalla: “Pero es que no tiene usted vergüenza, señorita, como puede ofrecerme la compra del piso de mi vecino con el crédito que desean darme. Ustedes no tienen corazón, son unos cabrones y son los culpables directos del sufrimiento de muchos españoles. Olvídense de mí, por favor, y no vuelvan a llamarme. Ese dinero que les sobra estaría en mejores manos si dispusieran de él los  jóvenes emprendedores y no la carroña abyecta en la que se han convertido todos ustedes”, gritó. Luego colgó el auricular y volvió a la ventana. Pude ver cómo trataba de ocultar las dos lágrimas de rabia que caían por su rostro. Ya no pude decirle nada más. Permanecí en silencio, pensando que la noticia de esa llamada sí era buena para un artículo, aunque no tuviese demasiado sentido escribirlo, pues jamás lo aprobaría la línea editorial de mi periódico. 


Del libro "Historias de la puta crisis"

lunes, 6 de enero de 2014

UNA HISTORIA DE NAVIDAD Y BUITRES


   Fue hace cosa de un mes cuando nos citaron en el comedor social del “Barrio de los Curritos”, conocido de ese modo por haber sido construido para trabajadores de los polígonos industriales adyacentes a mediados del siglo pasado. El comedor estaba gestionado por vecinos jubilados y voluntarios que trataban de mitigar el hambre creciente, con más voluntad que recursos. Pero no fueron ellos quienes nos citaron allí, fue el gabinete del alcalde, su jefe de prensa,  quién nos llamó, comunicándonos la visita solidaria del alcalde, interesado en calmar las aguas de una sociedad que, a veces, estallaba en su desesperación y sufrimiento, provocando altercados tan dispersos como preocupantes. La economía estaba hundida, gran parte de los habitantes del barrio se eternizaban en el paro y el hambre y los desahucios eran hechos cotidianos en muchísimas familias. Los polígonos, antaño industriales, se habían convertido en sombras de ceniza, amasijos de hierro que se oxidaban en la noche, como esqueletos semiderruidos de fantasmas del pasado. Sin embargo, la intención del alcalde, -nos dijo su asesor-, era transmitir esperanza e ilusión en el futuro.

   La llegada del alcalde fue como todos esperábamos. De tres Audis oficiales se apearon el alcalde, el teniente alcalde, sus escoltas y un par de señores, corbata en ristre, con pinta de ejecutivos y que parecían obsesionados con el estudio de la fachada de aquel edificio VPO. Uno de ellos portaba una ipod bajo su brazo. María, la jubilada que gestiona el comedor los recibió con amabilidad. Cedió el paso al excelentísimo alcalde y comitiva y personal de prensa entramos tras él. El alcalde se dirigió inmediatamente a una de las mesas, mientras uno de los ejecutivos medía las paredes del local con la mirada y el otro anotaba números en el ipod, como si éste fuera una calculadora. En la mesa, una mujer con la mirada perdida mojaba pan en la sopa y un señor de unos cincuenta años, con barba enmarañada y melena gris, soltaba los cubiertos sobre la mesa ante la llegada del alcalde. “¿Os tratan bien aquí?” les preguntó éste. “Antes no había buitres, pero pronto vendrán muchos para sacarnos los ojos y dejarnos ciegos”, respondió la mujer. El edil se quedó perplejo, sin saber cómo reaccionar. “A perdido la cabeza, señor alcalde, ya ni los locos tienen manicomios que los acojan. Y sí, aquí nos tratan muy bien. Son muy buenas personas. Como nosotros”, contestó el barbudo. El alcalde le miró agradecido, le sonrió y le preguntó afable: “Y dígame, ¿cómo le va a usted?”. “Jodido, señor alcalde, después de haber conseguido salir de las drogas hace doce años y reordenar mi vida y la de mi familia, ahora, la crisis y el paro, me han enviado a un infierno aún peor. Pero, para qué le voy a aburrir con mi vida, señor alcalde,  si lo único que lograré será que se me enfríe la sopa”. El alcalde tragó saliva y deó caer su mano sobre el hombro de aquel hombre. “No te aflijas. Las cosas mejorarán. Ten fe. Estamos haciendo todo lo posible”, le dijo y se apartó de él. Luego, desde en centro del local, nos comunicó las buenas noticias: Los inversores internacionales volvían a interesarse por nuestro país, lo cual, traería afluencia de capital y, por consiguiente, la apertura de los créditos bancarios y el relanzamiento del mercado laboral. En concreto, en aquel barrio, estaban interesados en transformar los polígonos en el mayor emplazamiento de ocio y juego de toda Europa, generándose decenas de miles de puestos de trabajo, no sólo en su construcción, sino en los servicios posteriores. “Todos tendremos que resistir un poco más, pero ya podemos ver la luz  al final del túnel”, fue la frase final de su discurso. Y se marchó hacia el Audi de nuevo, limpiándose, con un pañuelo, la mano que posó sobre el hombro del melenudo.

   Ya hace un mes de aquello y hoy, 24 de diciembre, dos noticias, aparentemente inconexas, se enlazan en mi mente con el recuerdo de aquel día. Los fondos buitres de los inversores internacionales han llegado por fin al ayuntamiento y la alegría se desborda en la luminosidad de la ciudad, en los focos de los comercios exclusivos, en el corazón encendido del centro de la urbe, en los deslumbrantes espejos de los deseos insatisfechos. Todo ha de tener un puño de ilusión reconcentrada. Todo ha de tener la estética de la esperanza. Y el árbol de Navidad se alza, reluciente, hasta el mismo cielo.

  La otra noticia afecta a la periferia, al “Barrio de los Curritos”. La Policía municipal ha clausurado el comedor social, aduciendo problemas de salubridad. La merluza con patatas se quedará hoy sin servir. Y los vecinos del edificio en el que se encuentra el comedor han recibido una oferta de compra obligada de la vivienda que habitan, si no quieren verse desalojados por los nuevos propietarios: un holding empresarial e internacional tan opaco y oscuro como las negras e impenetrables alas de los buitres.


Del libro "Historias de la puta crisis"

   

miércoles, 1 de enero de 2014

UNA HISTORIA DE SUPERVIVENCIA



   El hambre es una muerte que se hace la olvidada. Decide no existir ya que nadie habla de ella. Sólo quienes la padecen conocen el fuego negro de sus alas, los mares de sal que vierten sus heridas, las arañas fieras que corroen las entrañas de la humanidad más desamparada.

   Él también era una ser desamparado. Saltaba a la vista. Sus zapatos raídos, los vaqueros desgastados por el uso forzado, el pozo sin vida de su mirada esquiva. Era un día tórrido de finales agosto, en el que el aroma nauseabundo de las basuras acumuladas en la calle, por el efecto de la huelga, se colaba sin piedad por las ventanas. Se sentó en mi mesa del periódico, frente a mí y me dijo: “Dirán que la maté. Ellos viven en la abundancia y jamás llegarán a comprender cuánto puede llegar a soportar un desesperado. Créame, no existe realidad más infernal que el juego de la supervivencia”. Le dije que se tranquilizara, viendo el estado de nerviosismo en el que se encontraba. Sus manos temblaban, como dos pesadas libélulas que intentaban posarse sobre la mesa. Le pregunté cuál era su nombre. “Manuel. Manuel García -me contestó, y he venido a confesarlo todo antes de entregarme a la policía”. La curiosidad inherente a mi oficio me obligaba a indagar más y comencé a interrogarle: “A la policía. ¿Por qué? ¿Qué delito ha cometido?” “Ninguno, pensé en cometer alguno muchas veces, no lo niego, pero siempre me vencía el miedo a ser detenido y la posibilidad de verme forzado a abandonar a mi familia. Aquí el único delito es el del silencio, ese que nos mantiene encerrados, a mi familia y a mí, en el olvido y en la más atroz de las miserias: La desidia silenciosa de los otros, la soledad brutal en el más absoluto desamparo”, me contestó. Pero entonces, ¿por qué dirán que usted mato a quién?, le pregunté directamente. “Antes necesito que usted sí comprenda y sólo entenderá si me acompaña a casa”, me dijo. “Bien, espere que busque a un fotógrafo y ambos le acompañaremos”, le dije, pensando más en mi seguridad que en los hechos misteriosos de un artículo.

   Antes de subir al coche, Manuel nos pidió que le acompañásemos a un cajero automático. Sacó una tarjeta de su desvencijado pantalón y comenzó a teclear sobre la pantalla. En unos segundos la máquina le entregó 440 euros e, inmediatamente, el recibo con el saldo restante en la cuenta: 2,15 euros. Nos mostró el recibo y antes de guardarse el dinero nos dijo: “La pensión de mi madre. Esto es todo lo que le quedará a mi familia”. Dos lágrimas de hondo dolor descendieron por su rostro.

   Vivía en la calle amargura, en el segundo piso de un edificio sin ascensor, ni balcones. Era un barrio construido a mediados del siglo pasado, pensado para albergar a los trabajadores inmigrantes de otras regiones españolas, que venían a la capital huyendo de sus tierras áridas y con la esperanza de lograr un futuro mejor. Gente trabajadora que, a base de su propio esfuerzo, sacaron adelante a sus hijos para que éstos, después, acabasen abandonando a sus padres por sueños de estúpidos resorts hipotecados. Los ancianos que morían deshabitaban casas que eran alquiladas a otros inmigrantes, esos que cruzan el charco, inmenso para los que llegan en avión y no tanto para quienes lo cruzan en patera. En el trayecto automovilístico, Manuel, nos contó que él también se largó del barrio, pero que tras los cinco años de paro que sufría y el desahucio de su vivienda, se vio obligado a volver a la casa de su madre, ya viuda. Era ingeniero industrial hasta que quebró la empresa y ya nadie volvió a contratarle. Su mujer trabajaba en la misma empresa que él, allí fue donde se conocieron hacía 12 años, y sufrió la misma y nefasta suerte. A ambos se les acabaron las ayudas gubernamentales y si no llegaron a alimentarse de los cubos de basura fue gracias a su madre, que los acogió en casa, al matrimonio y a sus dos hijos.


   Lo primero que se sobresaltó al abrir Manuel la puerta fue nuestra pituitaria, el nefando olor de aquella casa era insoportable. Era un olor diferente al de la basura esparcida por las aceras, era más dulzón y pegajoso. Se adhería a nuestra piel como una babosa atenazada de terror. La casa apenas tenía muebles. En las paredes sobresalían cercos cuadriculados, como los que deja la ausencia repentina de algún cuadro. En la cocina, algunos platos sucios del desayuno matinal y el vapor de un cocido a medio hacer. En el comedor, una pequeña televisión analógica sobre un mueble cochambroso, una mesa, cuatro sillas y un sofá de dos plazas en los que se arremolinaban la esposa de Manuel y el hijo mayor de nueve años. Ambos se abrazaban como si esperasen, atemorizados, el final irreversible del mundo. Ninguno de los dos se levantó ante nuestra presencia. Permanecieron en silencio, aferrados el uno al otro, mientras Manuel nos mostraba el resto de la casa. Las dos habitaciones eran sobrias, sin apenas decoración, y en ambas las camas estaban deshechas. En la de matrimonio nos llamó la atención las bolsas de basuras negras que, por su blandura y liviano peso, parecían contener prendas de ropa y el candado que cerraba el armario. Manuel intuyó nuestra curiosidad y abrió el candado, mostrándonos la despensa familiar. “A los niños les cuesta entender la necesidad de racionar los alimentos”, nos dijo azorado. En la habitación de los niños no habitaban juguetes. Desde nuestra entrada a aquella casa nos acompañó el canto melifluo de una niña, pero ésta no aparecía por ninguna parte. Hasta que Manuel nos condujo por el oscuro pasillo hacia una puerta, la del baño, la única estancia que nos quedaba por visitar. En ella estaba la pequeña Laura, sentada sobre el suelo, una preciosa niña pelirroja de seis años. Entre sus manos tenía la fría maño de su abuela y le cantaba una nana, muy bajito, ya que no la quería despertar. La abuela dormía eternamente en la bañera, encharcada por el agua del deshielo. Su cuerpo era de color morado, estaba hinchado por la descomposición y, en su interior, era devorada por gusanos. “Sucedió hace algo más de un mes e imaginamos que fue un ataque al corazón. ¡Qué podíamos hacer! Sin su pensión no podemos sobrevivir. Es mi madre y la quiero, pero decidí callarme por la supervivencia de mis hijos”, nos confesó Manuel. Luego entregó la pensión de la abuela a su mujer, la besó con desesperación, ignorando cuándo lo podría hacer de nuevo, y nos miró, diciendo: “Y ahora, si lo desean, pueden acompañarme hasta la comisaría más cercana”.  



Del libro "Historias de la puta crisis"